La imagen humana, desapariciones y renacimientos

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Por: José Gabriel Baena

Desde los tiempos sin relojes que han corrido después del diluvio universal, la última gran glaciación o super-invierno terrestre que cubrió al planeta y está registrada en las leyendas de todos los continentes, la obsesión humana por fijar su imagen en numerosos materiales ha fascinado a los científicos, demos un salto entre los papiros y tumbas egipcias hasta los misteriosos templos de la India y las ciudades perdidas en las junglas de Camboya. Este delirio del hombre por su retrato se ha convertido en algo demencial con los juguetes digitales. Dicen los estadísticos que cada segundo que transcurre millones de fotos, auto-retratos, son tomadas con celulares o con los mini-computadores de bolsillo que ya pululan. A dónde irán para siempre esas imágenes, nadie lo sabe, vanas pretensiones de una inmortalidad instantánea, como si a cada instante los seres quisieran asegurarse de que están aquí, sanos y a salvo. Y pensar que todo depende de la electrónica.
Alguna vez me referí a un estremecedor documental del History Channel que presenta a “la tierra sin humanos” en un futuro hipotético y que muestra cómo nuestro hábitat actual, de donde hemos desaparecido por un factor misterioso, y progresivamente de cinco en diez, veinte, cincuenta, doscientos años, todo rastro de la cultura actual se ha desvanecido y sólo permanecen visibles algunos vestigios de los grandes hitos arquitectónicos milenarios y unos cuantos de nuestra época, pero sólo de los construidos en piedra inmortal. Hasta el vanidoso titanio sucumbirá. No habrá rastros de centrales eléctricas, bibliotecas o memorias de papel ni de ningún “soporte” –como se dice ahora- ni de nada con aspiraciones perennes vanidosas, y el mundo será territorio natural de grandes bandadas de animales, como sucedía hace 100 millones de años. Será la vuelta al comienzo, como se predecía en la gran película de Stanley Kubrick “2001 Una odisea del espacio”, y un día cualquiera una gran columna de metal negro es depositada por extraterrestres en medio de los simios más avanzados, a quienes emite señales cerebrales evolutivas. A partir de ese misterio inusitado empiezan a descubrir las herramientas y poco después se emprenderá la guerra por el fuego, como se pinta –otra vez el cine- en la obra de nombre similar de Jean Jacques Annaud. Será el regreso al Mito, a los Dioses, Héroes y Titanes: en la memoria atávica de los antropoides se irá despertando el recuerdo de grandes épocas pasadas que parecerá sólo eso: inventos, cuentos, leyendas de pasados inverosímiles. Inclinémonos con humildad ante este futuro de desaparición y olvido, sin contemplaciones por esta civilización que orgánicamente ni en su corazón incomprensible nunca supo estar a la altura de la prodigiosa tecnología que un día llegó a alcanzar.
Pero justamente a principios de mayo el controvertido director de cine alemán Werner Herzog estrenó en Nueva York su nuevo documental “La caverna de los sueños olvidados”, según los críticos, “una mirada asombrosa a la Cueva de Chauvet-Pont-d’Arc, situada a unos 600 kilómetros de París, en piedra caliza, que contiene una inmensa riqueza de antiguas pinturas, quizás tan ancianas como de 32 mil años. Aquí, en medio de trémulas bajo la luz estalactitas y estalagmitas y un entapizado de huesos de animales, bellas imágenes de caballos galopan a lo largo de las paredes junto con una fantasmal mezcla de leones, osos, mamuts, tigres dientes-de-sable. Múltiples palmeras pintadas en rojo adornan una gran pared, como si anunciaran el nacimiento del primer autor. Y aparece la silueta de un hombre apuntando con su lanza a un venado”. Descubiertas en 1994, la película sobre las cuevas es narrada por Herzog, quien convenció con gran dificultad al gobierno francés para entrar con un pequeño equipo de ayudantes a revelar los secretos bajo lámparas tenues. El mismo Herzog se arrastra entre los túneles y habla sobre los hallazgos, tal como hizo en su pasado documental sobre la Antártica “Encuentros al final del mundo”, con su enorme talento para sondear los vericuetos poéticos del alma humana, “como un artista del circo cinematográfico que se hubiera convertido en antropólogo” y que después de visitar la caverna sueña cada noche con leones de este mundo y del otro, en comunión con los antepasados, conjurando a los perdidos durante tantos miles de años en el olvido humano, bajo la silenciosa tierra materna. Algo para pensar.
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