Gregorio Cuartas: la piedad, la pintura y el dolor

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Las sutilezas de la pintura obligan a mirar de cerca, una estrategia con la cual el artista pretendía que la persona se sintiera inmersa en la obra. Pero no es el juego de colores ni las relaciones formales lo que le interesa

Por / Carlos Arturo Fernández U.

Es claro que la vida, pasión y muerte de Jesucristo ocupa un lugar central en la historia, al menos como se entiende en Occidente y en todos los pueblos que han asimilado la tradición cristiana. Baste recordar que, más allá del carácter laico de las sociedades modernas, seguimos contando los años, las semanas y los días a partir de referencias religiosas. No es extraño, por tanto, que la muerte de Cristo, mirada desde muy diferentes perspectivas, haya sido un tema central dentro de la historia del arte.

Por otra parte, es también claro que desde hace mucho tiempo el arte dejó de ser un asunto predominantemente religioso para dedicarse a problemas cotidianos, a reflexiones antropológicas o a experiencias del mundo sensible. Por eso, aunque existe todavía un arte religioso vinculado a algunas corrientes eclesiales, ya no es habitual encontrar que la muerte de Cristo sea un tema central para los artistas contemporáneos. Sin embargo, pintores como Pablo Picasso y Francis Bacon, desde puntos de vista dramáticamente expresivos, aprovecharon la tradición artística y cultural de la crucifixión para hablar sobre problemas existenciales del hombre de hoy. Es una perspectiva antropocéntrica que invierte los términos de la tradición, haciendo que ahora la pasión de Cristo sea también manifestación e imagen de cada hombre que sufre y que muere.

Gregorio Cuartas (San Roque, Antioquia, 1938) es una figura especial, insólita, dentro del panorama del arte contemporáneo colombiano, que no parece encajar bien en los esquemas tradicionales de las estéticas actuales. Por una parte, es autor de obras profundamente religiosas, como son los monasterios benedictinos de Guatapé. Pero, adicionalmente, es un artista que nos hace comprender que la dimensión religiosa sigue teniendo vigencia en el mundo de hoy porque los seres humanos no son meras cosas ni sus sentimientos son intrascendentes.

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La piedad, de la colección del Museo de Antioquia, es una de las obras más intensamente espirituales de la historia del arte colombiano dentro del cual, sin embargo, aparece como una especie de fenómeno aislado, no solo por su peculiaridad sino, sobre todo, por el mundo que ella misma crea.

En efecto, esta pintura al óleo sobre tela, de 130 por 130 centímetros, realizada en 1977, se aparta totalmente de los problemas que en esos años cruzaban el arte colombiano. Aquí quedan muy lejos las discusiones sobre arte abstracto o figurativo, temas urbanos o folclóricos, aproximación o alejamiento de las tendencias internacionales, asuntos temáticos o debates formales. En La piedad de Gregorio Cuartas todo existe exclusivamente en la realidad de la pintura y se manifiesta a través de ella.

Es en esa dimensión donde se despliega el espacio creado por la obra. Un mundo desligado de cualquier referencia concreta, como si fuera una especie de plaza cerrada y a la vez abierta que pudiera existir en cualquier lugar, en cualquier mundo posible. Es decir, un espacio que la perfección geométrica convierte en idea, en una presencia que es metafísica, pero real: tenemos la certeza absoluta de que lo que presenciamos ha ocurrido y seguirá ocurriendo siempre.

Y lo que vemos es, por supuesto, la imagen (la realidad) de la madre frente al cadáver de su hijo. La historia del arte identifica, sin ninguna duda, que esta mujer es la Virgen María (la imagen está claramente tomada de la tradición) y de allí se desencadenan todas las relaciones que aporta la historia cultural y de las religiones. Y se hace patente el dolor ante el cadáver de su hijo sacrificado que, sin embargo, también él es metafísico y general: en contraposición a la imagen de María como madre doliente, el hijo muerto, ubicado sobre ese altar, es un cuerpo perfecto que no tiene los rasgos precisos del Crucificado: ni la apariencia tradicional, ni las heridas, ni la sangre. Solo la muerte.

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En definitiva, solo nos quedan el dolor y la muerte. Pero también nos queda una historia repetida incesantemente: la de una posibilidad de salida y de liberación. Una pequeña puerta como la que hay al fondo, a través de la cual vemos un horizonte luminoso en el cual, no de manera casual, Gregorio Cuartas repite los colores del cuerpo sobre el altar.

Ante el dolor y la muerte quizá haya una posible salida. Y quizá valga la pena cruzar esa pequeña puerta para ponernos en camino, más allá de la presencia agobiante del dolor y de la muerte.
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