El escribidor

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Tengo la impresión de que, a propósito del Premio Nobel otorgado a Mario Vargas Llosa, hay una conformidad mundial; o, por lo menos, latinoamericana, y si no, garantizo que la hay entre mis amigos y en mi casa. Como yo tenía nada más que ocho años cuando el mismo premio cayó en Aracataca y no recuerdo muy bien el bullicio que se levantó en el país, el fallo a favor del peruano viene a ser, casi, mi “primera vez” en el podio. Algo tiene que significar que, desde los puertos de Leticia, no sea necesario empinarse para ver el país del escritor laureado al otro lado del río.
Inevitablemente, se han escuchado por ahí algunos chillidos de inconformidad. Unos provienen de esas criaturas mortificadas que, como por reacción química de su sangre, se oponen automáticamente a cualquier cosa: esos pobres diablos que, sin que les sea posible esbozar el más mínimo argumento —apenas hacen pucheros y manotean—, discuten la gloria de gente como Picasso, Nelson Mandela y Rafael Nadal. Otros quejidos son de aquellos para quienes la vida de sus semejantes se reduce a sus declaraciones públicas en materia política, con independencia de sus verdaderos milagros; esos que ahora, con poses muy estudiadas, acusan al flamante Premio Nobel del 2010 de ser un liberal desarrollista y sin alma. Pero, ¿hay en todo ese ruido alguna objeción seria contra la estructura de La casa verde o la técnica narrativa de Los cachorros?
Lo llamativo es que la misma Academia Sueca, en su explicación de por qué despachó el premio para Arequipa, habló más de política que de literatura: en dos renglones mencionó palabras de tufillo sociológico como “poder”, “resistencia” y “rebelión”, y sólo una del campo de la ficción propiamente dicha: “imágenes”. De modo que, ya sea porque los detractores de Vargas Llosa no han puesto un ojo sobre sus páginas o porque sus benefactores parecen haber confundido los telegramas que debían enviar a los premiados en Literatura y Paz, es forzoso decir un par de cosas sobre los libros del maestro peruano. De no hacerlo, cabría el riesgo de que se pensara que su obra cumbre son dos frases incendiarias contra Hugo Chávez.
En cierto sentido, Mario Vargas Llosa es un escritor con tres personalidades. Una de ellas es la de un hombre marcado por su experiencia de juventud en Lima; uno que se preocupa por los traumas colegiales, el heroísmo de barriada y las frustraciones del adulto neófito. Testigo en carne propia, agudo y conmovedor, ese es el autor de libros como Los jefes, La ciudad y los perros, Conversación en la catedral y La tía Julia y el escribidor. Otro Vargas Llosa es uno que ha rodado por el Perú y que se interesa por echar un ojo en los rincones selváticos y montañosos en que se fermentan la crueldad, la desigualdad, la muerte y —por fortuna— las aventuras menos pensadas; ese escritor, descarnado, sarcástico y jocoso, es el que ha dado a luz obras como La casa verde, Pantaleón y las visitadoras, El hablador y Lituma en los Andes. Finalmente está el Vargas Llosa que mete las narices en archivos y bibliotecas para documentarse sobre episodios históricos, personajes del mundo y libros de otros, a fin de llevarlos a imágenes e interpretaciones propias; ese autor, aplicado, magistral y erudito, es a quien debemos novelas como La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo y El paraíso en la otra esquina, y ensayos como La orgía perpetua y La utopía arcaica. Tres autores y un solo escritor verdadero.
Jorge Franco Ramos dijo que, una vez premiado Vargas Llosa, pasará un siglo antes de que Latinoamérica vuelva a recibir el Premio Nobel de Literatura. Aunque se trata de una típica exageración antioqueña, queda el consuelo de que la eterna espera podrá ser adobada con la lectura de una obra larga y verdadera; una obra para bucear como El pez en el agua.

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