Ser hijo (hija) de cualquier barrio no es excusa o garantía de nada. Seres humanos mejores y peores los hay aquí y allá.
Cuando el sol empezaba a ocultarse y las primeras notas de “El ratón con pantalones” empezaban a danzar por entre el pentagrama de los alambres de la luz, sabíamos que en la montaña del frente se iniciaba la parranda: Muchachos voy a contarles/ Lo que anoche me soñé… Que sueño tan espantoso/ Yo reventaba talones/ Soñé que me perseguía un ratón con pantalones… Una chucha con balaca, dos gallinas con brasieres… Horror. La noche de los Corrales sería larga y alebrestada y la nuestra, eterna y apachurrada.
Mas resulta que ahora soy yo, no Emilio el de la canción, quien está teniendo sueños espantosos. Tremendas pesadillas, pónganme cuidado, muchachos, porque voy a contarles lo que anoche me soñé.
(No sólo anoche, es sueño recurrente).
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Soñé que no era hija del Tricentenario, sino de Laureles. Y que hacía parte de una familia normalita –repleta de mujeres, eso sí-, que habitaba una casa común y corriente; que tenía una barra callejera muy animada: juegos de golosa en el asfalto y bolas en los huecos de las aceras, toques de timbres y escondites, bicicleta y patines como si no hubiera un mañana, cacerías de cocuyos en los antejardines y tormento de la matrona copetona de al lado; y que, además, estudiaba en un colegio promedio del sector.
Y que a pesar de todo eso, sobre todo de no haber sido hija del Tricentenario -un barrio tan respetable como cualquier otro-, también tenía mi gracia.
Cuando abrí los ojos bañada en sudor, todavía medio dormida, estaba convencida de que tenía que pedir perdón al mundo. Y estaba que reventaba talones. No por culpa del roedor de marras –ojalá-, sino porque detrás de mí venía, en pleno, la jauría de áulicos del hijo más publicitado del Tricentenario. (Y que conste: al señor le reconozco sus méritos, entre ellos inteligencia, arrojo y cierta dosis de irreverencia. No así la obsesión que tiene de fungir de Chapulín Colorado dizque para defendernos de fantasmas que su ambición política ha creado, acabando con todo lo que habíamos construido como sociedad en los últimos años. Fatales para la ciudad sus impredecibles y erráticas antenitas de vinil). Alguien había abierto la puerta de la bodega y todos los trolls habían salido en estampida tras la presa, en este caso yo. Oh, oh. Cualquier parecido con la realidad…
Por fortuna desperté y pensé que no iba a pedir perdón. Nadie debe sentirse superior o inferior por el barrio en el que le tocó nacer, crecer, vivir…
Ser hijo (hija) del Tricentenario, de Laureles, de San Javier, de El Poblado, de La América, de Belén, no es excusa o garantía de nada. Seres humanos mejores y peores los hay aquí y allá, no se necesita la etiqueta de una dirección para encontrarlos.
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Utilizar la localización a manera de definición es una actitud inmadura y prepotente. Y, en este caso, clasista.
(Y sí muchachos, créanme, tengo mi gracia. Ustedes también, seguro).
ETCÉTERA: Por si ciertos acuciosos bodegueros no lo saben, hay una novela de José Restrepo Jaramillo, “David, hijo de Palestina” (1926) que, un siglo después, les puede servir de guía para publicar “Daniel, hijo del Tricentenario”. ¿Cómo la ven?