/ Gustavo Arango
Hace un poco más de medio siglo, Cortázar escribió una curiosa fabulita apocalíptica que parece haberse cumplido. En “Fin del mundo del fin”, un profeta de voz neutra nos dice que en el futuro aumentarán los escribas y que los pocos lectores se volverán también escribas. Anuncia que un día las bibliotecas desbordarán las casas y, en vista de la emergencia, será preciso ocupar más espacios –parques, teatros, hospitales y cantinas– para almacenar lo que produzcan los escribas.
Con el tiempo, el fenómeno se vuelve incontrolable: “Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros”. La situación llega al extremo de obligar a que se arrojen los libros al mar. “Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros”. Al final, los mares se desbordan, los libros lo invaden todo y la labor de los escribas se pierde en la insignificancia.
He vuelto a recordar esta historia de Cortázar al leer en estos días que Islandia es el país del mundo con más escritores per cápita. En el país de Björk, una de cada diez personas se dedica a las letras. Hay tantos escritores en Islandia que, en algunas familias, han empezado a asignar turnos para publicar los libros. La cosa no pasaría de ser una anécdota simpática si ese mismo fenómeno no empezara a percibirse en otros lados. Los que más atención reciben ya empiezan a quejarse. En los últimos meses leí comentarios de Junot Díaz y de Jonathan Franzen sobre la escandalosa abundancia de escritores. Uno estaría tentado a decir que se quejan porque no quieren competencia; pero lo cierto es que el mundo está empezando a quedar en manos de los escribas.
Son muchas las razones que llevan a la gente a querer ser o dárselas de escritor. Hay vocaciones legítimas; la verdadera literatura nunca ha estado en peligro de extinción. Pero abundan los que quieren el prestigio de escritores sin pasar por el esfuerzo de leer y, mucho menos, de aprender el oficio. En Islandia el nivel educativo es de los más altos del mundo; en otros lados, saber leer y escribir no parecen requisitos para ser escritor. El asunto empeora si pensamos que, para la industria editorial, las ventas están por encima de la calidad. Interesa imponer nombres como si fueran marcas; así lo que se ofrezca suelan ser babosadas. Interesa que la venta se realice; aunque el libro permanezca inmaculado en un estante o en el fondo de memorias digitales. El problema es que con tantos simulacros es difícil distinguir lo verdadero de lo falso.
Cortázar se equivocó al no prever la posibilidad del almacenamiento digital. Pero fue certero al anunciar la desaparición de los lectores. Una cosa son las ventas de los libros y otra cosa, muy distinta, su lectura. En un mundo de apariencias, cada vez son más escasos los que buscan ir al fondo de las cosas. Libros y más libros se publican y se olvidan sin haber sido leídos. Hay algunos que parecen no haber tenido siquiera la atención de sus autores. En este fin del mundo en que vivimos, empieza a ser más fácil encontrar en cualquier lado un escritor que un buen lector.
Oneonta, noviembre de 2013.
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