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Por: Gustavo Arango | ||
La frase es de Borges. Decía más o menos así: “Ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la novedad”. La primera vez que la leí tuve que detenerme y releerla. Ese pequeño trocito de discurso es todo un tratado sobre la superstición de lo nuevo, ese error tan extendido que consiste en creer que el último grito de la moda es el mejor de los gritos. Después de muchos gritos la gente se pone afónica y aquel que ha vivido bastante sabe que los entusiasmos y las grandiosidades cada vez son menos grandiosos. La frase de Borges me ayudó a entender un versículo enigmático del Eclesiastés: “No hay nada nuevo bajo el sol”. Fue a través de Borges que conseguí descubrir por qué la gente casi nunca nota que aquello que le parece nuevo ha estado dando vueltas por ahí desde hace miles de años. Ochenta años, dos o tres generaciones, la duración promedio de una vida, bastan para que alguien proclame que estamos en presencia de cosas nunca vistas. Quizá los plazos se hayan acortado, pero la duración no es lo importante, sino la forma tan repetida como caemos en la trampa de lo nuevo. Pasa en todos los territorios de la vida y, por supuesto, pasa en el territorio de la literatura. No dudo que por ahí se están escribiendo obras maestras, pero prefiero dejarle al tiempo la tarea de encontrarlas. Admiro a los lectores de hoy, escarbando entre tanta basura, para dejar indicios a los del futuro sobre lo que vale la pena; pero no quiero quitarles su trabajo. Yo me quedo con lo viejo, con lo que ya pasó, con ese descubrimiento prodigioso que uno hace en el silencio de los estantes. Me quedo con la relectura, con ese volver a un río que no es el mismo. Los libros viejos casi siempre son más baratos y suelen decir cosas más inteligentes y sensibles que las que dicen los libros de hoy en día. Por eso acepto con gusto y agradecimiento la invitación a hablar de relecturas, de regresos o de descubrimientos de cosas que andaban perdidas en el tiempo. Para empezar por algún lado, sugiero que volvamos a un libro que fue escrito hace justo ochenta años, La noche de San Martín, por un hombre de treinta años llamado, qué coincidencia, Jorge Luis Borges. El libro está lleno de grandes poemas: ”Fundación mítica de Buenos Aires” nos recuerda que con cada persona empieza de nuevo el mundo, la serie “Muertes de Buenos Aires” nos habla del diálogo secreto entre las flores y las tumbas, “La noche que en el Sur lo velaron” es, según Borges, “acaso el primer poema auténtico que escribí”. Son bocados deliciosos de esos que rara vez se encuentran. Pero quiero señalar un poema en el que Borges recuerda la muerte de su abuelo. Una de las bellezas del poema es que el autor imagina, con detalles, el sueño que arrastró a Isidoro Acevedo mientras dormía. Pero más allá de la belleza está la magnitud descomunal de lo que ocurre cuando cualquiera de nosotros conoce, por primera vez, como si nunca antes hubiera existido, la realidad de la muerte. Es un poema para releer, habla de uno de los momentos definitivos de la vida, porque cuando somos niños y descubrimos la existencia de la muerte termina de repente nuestra inmortalidad. Nueva York, enero de 2009. | ||
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