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Por: Gustavo Arango | ||
En materia de libros, como en todas las materias, existen opiniones encontradas. Dicen que entre gustos no hay disgustos, que al que le gusta le sabe y –si quieren ser más cultos– citan al oscuro Heráclito y recuerdan que las opiniones de la gente sólo son juegos de niños.Así que no aspiro a mucho más que jugar unos pocos parrafitos, como lo hizo en estas páginas un columnista alterado, cuando dijo que tenía el radar de las obras maestras, que las musas vivían en Boyacá, y que sólo alguien borracho o delirante trataría de encontrarlas más lejos o más cerca de Junín con la Playa.
Admito que mis contradictores pueden estar sobrios y tener más razón que yo; pero hago uso del derecho que todos tenemos a jugar para decir que el mejor libro que se ha publicado en Colombia en los últimos diez años no ha sido una novela, tampoco un poemario, sino una colección de pensamientos de un señor bogotano del que muy poco se sabe, porque pasó casi toda su vida encerrado en una biblioteca y porque, en un país donde mantener a la gente bruta es un negocio tan rentable, los libros que de veras iluminan nunca serán populares. El título del libro no es nada promisorio. No tiene ni vírgenes, ni putas, ni tetas, ni sicarios. No habla de secuestrados, ni de violados, ni de chuzados, ni masacrados; ni siquiera de siervos desterrados. Comparado con la oferta que lo rodea, resulta casi vulgar: se llama “Notas”, a secas, y la primera impresión que uno se lleva es que al autor de ese libro le pesaba la mano.La misma impresión deja el contenido, pues consiste de pensamientos muy breves, muchos de una sola línea, ninguno de más de una página. La falta de novedad es el primer signo inequívoco de la calidad de “Notas”. La copia que encontré fue publicada en el 2003 y es apenasla segunda edición de un libro publicado originalmente en1954, por su propio autor, en edición no comercial destinada a circular entre familia y amigos. Hablar de “Notas” requiere algo de contexto. La primera incursión de su autor en los terrenos del anonimato ocurrió en 1977, a los 64 años de edad, cuando el Instituto Colombiano de Cultura le publicó dos gruesos volúmenes de pensamientos titulados “Escolios a un texto implícito”. Abriendo al azar una de sus páginas encuentro esta joyita: “Lo que nos corrobora nos entontece”.Estamos hablando de casi mil páginas de sabiduría como ésa. Nueve años más tarde, Procultura le publicó otros dos volúmenes de pensamientos que llevaban por título: “Nuevos escolios a un texto explícito”. No podemos decir que Nicolás se mató pensando los títulos de sus libros, pero con ese único título nos dejó a todos jodidos, porque los pocos que lo leen y lo estudian se rompen la cabeza pensando cuál será el tal texto implícito. Para no dejar el hábito, transcribo algo al azar: “Más vale ver insultado lo que admiramos, que utilizado”. Entiendo que, en 1992, dos años antes de la muerte de Nicolás, el Instituto Caro y Cuervo publicó otro libro suyo titulado “Sucesivos escolios a un texto implícito”. Si están pensando qué regalarme de cumpleaños, aquí les dejo ese guiño. Leer los escolios con la atención que merecen es tarea que quizá tomaría toda la vida. Pero el gran valor de “Notas” es que nos deja asomarnos a la juventud enardecida del filósofo. Es allí donde se muestra más humano.Al lado de una sensualidad que después se diluiría, aparecen las preocupaciones éticas, estéticas y religiosas que determinan su obra; también la mirada certera que denuncia los falsos dilemas de la política.En “Notas” está la explicación del encierro: “No he querido viajar, porque ante todo paisaje que me conmueve mi corazón se desgarra por no poder morar allí eternamente”; el juicio inapelable al universo: “no hay vida inocente”, y hasta la última razón para vivir: “el deseo de comprender”. Un libro tan bueno como ése es un peligro. Para honrarlo justamente lo deberían prohibir. Oneonta, Nueva York. Mayo de 2010. |
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