El fútbol dejó de interesarme cuando en uno de los países más brutales de que se tiene noticia mataron a un jugador de su selección por haber hecho un autogol. Si he vuelto a ver partidos es por las emociones, por las implicaciones, y no por el destino que le espere a la pelota. En las últimas semanas vi la Eurocopa y me llamó la atención el reflejo en la cancha de las crisis de Europa. El gran tema de este torneo fue el respeto por la diversidad. La cosa suena bien, palabras bonitas por todos lados. Pero creo que nadie hizo más por ese tema que un negro que hizo dos goles en la semifinal.
Sólo en tiempos recientes Europa se ha atrevido a dejar ver el rostro plagado de colores que le dejó su pasado colonial y no deja de haber cierta ironía en el asunto. Uno ve a varios negritos marcando los goles de Inglaterra, mientras en las tribunas fanaticadas impecablemente blancas celebran como suyas las hazañas. Uno ve a los italianos gesticular complacidos cuando un negrito adoptivo les ayuda a propinarles un garrotazo a los altivos alemanes. Todo sirve para reivindicar orgullos en esa Europa que se cae a pedazos, incluso la hipocresía.
Vivimos en un mundo que pasó, en cuarenta años, de la discriminación más descarada a la inexistencia del color. No son negros, son afro-esto o aquello. Hoy en día es pecado mencionar el color de la gente. Como si notar diferencias no fuera la más natural de las actitudes humanas. El problema es que la farsa se sigue revelando en pequeños detalles: en la distancia con que los blancos abrazan al negrito que les salvó la jornada, en el hecho de que países como España no se atrevan todavía a exhibir su pasado de infamia.
El jueves pasado, Italia aplastó a Alemania gracias a la inspiración de un jugador alto, negro y fornido al que sus padres adoptivos le dieron el apellido Balotelli. La celebración de su segundo gol ha sido de las cosas más extrañas que he visto en una cancha. Como hoy todo se sabe, descubrí que este hijo de inmigrantes de Ghana tiene 21 años y que está lleno de problemas disciplinarios. Supe de los intentos de su familia biológica por recuperarlo y de su afirmación de que mataría si le hacían comentarios racistas. Basta saber esto y leer los gestos de fiera acorralada para pensar que le esperan muchos dramas. Balotelli es el Asprilla o el Usuriaga de los italianos. Es un niño frágil, vulnerable y asustado que quiere mostrar fortaleza. Es un hombre atormentado que pide sufrimiento.
Pero, con todo y eso, el pasado 28 de junio había algo sublime en ese gesto suyo tras el segundo gol. Balotelli se quitó la camisa y se quedó en silencio y detenido, como un ídolo de piedra, tensando orgulloso los músculos y con un fiero dolor en la mirada. En lugar de correr y de gritar, sólo hubo un endurecimiento demencial mientras llegaban sus blancos compañeros a abrazarlo. La amarilla que le dieron por quitarse la camisa ha sido la más digna que he visto en mucho tiempo. Al exhibir su desnudez en la soledad de la cancha y enrostrarnos a todos su orgullosa negrura, Balotelli nos dijo que el respeto no está en ignorar las diferencias, sino en reivindicarlas.
Oneonta, Julio de 2012
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Un negro en la cancha
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