Mi amiga, Fulanita, me contó de un tirón los pormenores de un viaje que realizó hace poco. Con mímica incluida.
Trataré de plasmar aquí lo que retuve –le ofrezco disculpas a ella si se me cuelan imprecisiones–, porque me pareció un relato ilustrativo de lo que son los vuelos entre Colombia y España, y viceversa.
Aquí va la ida:
“Abordamos el avión (Bogotá/Barcelona), programado para salir de Eldorado a las 9:30 p.m. Estrujones, pisotones, totazos con las ruedas de los maletines, y unas fachas… Con lo difícil que es conseguir el bendito visado Schengen, pensaba yo. Acomodados, al fin, viajeros y pertenencias, cerraron las puertas, bajaron las luces, accionaron la sinfonía de timbres y recomendaciones, nos dieron la bienvenida, nos echamos la bendición y…, nada. El pajarraco no se movía. A las 10:00, el capitán anunció que por motivos ajenos a la aerolínea (Avianca y su tripulación, blablá) el aparato tendría que permanecer en tierra unos minutos más. ¡Hasta las 11:00! Los letreros de prohibido usar los lavabos y desabrocharse el cinturón seguían encendidos. Los muchachitos berreaban, una familia sacó tamales y mis vecinos de atrás resolvieron: ella, bajar lo que tenía en el portaequipajes al que a duras penas alcanzaba y caer a plomo, con todo y paquete en mano, encima de mi hombro. (Sigo en fisioterapia). Y el hijo, conectarse al iPod y seguir con los pies, y contra el espaldar de mi silla, el ritmo de la música. Grrr. Empezó el carreteo y quedé noqueada; de hambre, de calor, de claustrofobia. Me desperté próximos a aterrizar en el aeropuerto de Prats.”
Y, aquí, el regreso:
“Llegamos a Barajas, varias horas antes de la salida del vuelo Madrid/Bogotá –programado para la 1:30 p.m.–, con el fin de librarnos de las colas. (No sé si te había dicho que compré los tiquetes por internet). Y nos libramos, pero, a cambio, ¡sorpresa!: el avión haría escala en Cali, aunque el tiquete electrónico no lo anunciara. Despegamos a tiempo, con gente hasta de un solo ojo, como diría mi mamá. Pelos teñidos a la brava, cortes de pelo ídem; pintas de verano profundo: gorras, chanclas, pantalonetas, camisetas ombligueras, esqueletos, barrigas y demás gordos al aire. Y lo más llamativo: acentos caleños y paisas, salpicados de expresiones españolas y de ces y zetas ubicadas sin ningún rigor ortográfico. En Cali –una vez terminados los aplausos del aterrizaje- permanecimos hora y media en el avión; sin usar los baños, sin movernos de los puestos, sin aire acondicionado, mientras personal de aseo de la aerolínea hacía su trabajo de mantenimiento frente a nuestras narices.
En Bogotá, el caos total: el Volcán del Ruiz estaba escupiendo lava por lo que los vuelos de la noche estaban cancelados o retrasados “sin confirmar”. Gracias a nuestro agotamiento tan evidente nos acomodaron en uno que, motivo fumarola, casi no encuentra a Rionegro. ¿Y el equipaje? Llegó a las 12 de la noche. Músicos, borrachos, serpentinas, aplausos, pitos y gritería de quienes homenajeaban a familiares que regresaban del otro lado del océano, amenizaron la espera. A la 1:00 a.m., veintidós horas después de haber iniciado un periplo que no tenía por qué haber durado más de diez, abrí la puerta de mi casa”.
Etc: Mi amiga, Fulanita, viajaba en clase económica, obvio.
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Mi amiga, Fulanita
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