Una misma manada

El 21 de julio es el día mundial del perro. Este es un homenaje para todos los perros, tan diversos y tan únicos, como los dos que me acompañan.

En mi familia nunca vivimos con un perro. Mi mamá siempre se negó, y creo que lo hizo bien: habría sido una responsabilidad más que recaería enteramente en ella. Repetía siempre una frase: “¿perro? En finca”. Y así zanjaba cualquier intento de traer a casa un cuatropatas. No teníamos una finca ni la tendríamos. Pero, luego fui yo la señora de la casa y decidí –decidimos– que esta sería una familia perruna. De los cerca de 900 millones de perros que hay en el mundo, el 70 % de ellos sin hogar, en esta casa viven dos.

Chiripa fue el primero en llegar. De su historia no sabemos mucho: solo que venía de un rescate en San Rafael. Cuando llegó a vivir con nosotros tenía un año y medio, más o menos. Se veía tímido, no ladraba. Recuerdo que, en el viaje a casa, cuando salió del albergue, se quedó dormido con su cabeza encima de mis piernas. Hasta ese momento, nada nos hablaba de quién había sido ni quién sería en el futuro.

Poco a poco fuimos sabiendo de él. De sus gustos y sus miedos. De la cuadrícula de sus rutinas, de sus ganas de jugar con otros perros y la distancia que pone con los que no le gustan tanto, de la infinidad de poses que usa para dormir. Hoy, cuatro años después, no hay timidez ni silencio. Chiripa persigue ardillas y alcaravanes, gatos y zarigüeyas. Se acerca a los sapos con una curiosidad peligrosa y les ladra a las motos con furia. Sigue rastros sin importar qué barreras haya que atravesar. Vigila el mundo, le ladra a la noche.

He imaginado su pasado. Intuyo que fue un perro montuno, libre, cazador, solitario. Que no conoció el cariño y tampoco el maltrato de los humanos. Más bien alejado de las personas, se las arregló solo para pelechar entre las montañas. Al fabular esto, no puedo evitar pensar que su rescate fue, para él, una especie de rapto que lo alejó de su naturaleza. Pero sé que es un perro que no mide los riesgos y eso, quizás, habría hecho corta su vida sin compañía humana. Pronto va a cumplir seis años y, con nosotros, ha sobrevivido a intoxicaciones, infecciones y fracturas. Lleva en su sangre un parásito que cada tanto le baja las defensas, pero nunca lo amilana. Lo hemos cuidado. Hemos procurado respetar su forma de ser y creo que él lo sabe. Me gusta verlo caminar por la casa con la seguridad de quien sabe que está en su lugar. Come con ganas, juega con ganas, duerme con ganas. Confía.

Después de Chiripa llegó Wilson. Otro perro, otra naturaleza. Un catador del aire que en las noches se sienta a oler la oscuridad. Hay que verlo, con la cabeza hacia arriba, los ojos entrecerrados y la nariz moviéndose en busca de señales: el viento le habla. No sigue rastros, pero huele cada piedra y cada hoja del camino, y su quietud lo hace un cazador de moscas infalible. No tengo dudas de que en sus genes trae la memoria de muchas generaciones de compañía humana. Nada le gusta más que viajar en carro sin importar a dónde vayamos, y pasa tanto tiempo al lado nuestro que podría participar en las conversaciones. Observa todo lo que hacemos, nos sigue siempre con la mirada. Su manera de inclinar la cabeza y levantar las orejas cuando le hablo, me hacen pensar que un día va a responder. Es un perro serio, aseñorado, esponjoso, se ve tan dulce que siempre se roba la atención de las visitas. Y él lo disfruta: pide atención, los manipula para que lo consientan.

Tampoco sé mucho de su pasado: que estaba en la calle, que comía basura, que tenía una enfermedad en la piel cuando lo rescataron. Pero creo ver en él rastros de una familia que le dejó algunos temores: no le gustan los ruidos fuertes, lo asustan los estruendos y se angustiaba mucho cuando salíamos sin él. Ahora, aunque no le gusta quedarse, sabe que vamos a volver. También confía.

Mi mamá tenía razón. No porque piense que los perros tienen obligatoriamente que vivir en una finca. Conozco personas y perros que viven en apartamentos y tienen una vida feliz. Pero ella sabía que vivir con un perro es una responsabilidad enorme, hay que tener la disposición absoluta para proteger esa vida que depende enteramente de uno. Si no, es un secuestro. A ella le gustaban los perros, los respetaba, tenía recuerdos hermosos de los perros con los que vivió cuando era niña, por eso al ser adulta nunca vivió con ninguno.

Compartir la vida con otra especie me ha ayudado a prestar atención. Observar a Wilson y a Chiripa, intentar entenderlos, darles su lugar, me ha obligado a cambiar la perspectiva. A entender que todos los animales “son como perros” porque son capaces de establecer vínculos, de experimentar emociones, de recordar, incluso de soñar. Especismo: esa es la distancia que establecemos los humanos con los otros animales y que nos hace sentirnos una especie superior. Mentofobia: es, según la etología, “el miedo a ver a los animales como criaturas con mente propia”, dice David M. Peña Guzmán en su libro Cuando los animales sueñan. Intento escapar del montón de prejuicios que tenemos frente a los animales. Por eso me cuesta llamarlos mascotas, porque esa palabra los pone en función de las personas y no les da un lugar propio. Hace falta en el español una palabra precisa para nombrar este vínculo. Por ahora diré que Chiripa y Wilson son integrantes de esta familia. O, por qué no, que todos somos integrantes de la misma manada.

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