/ Gustavo Arango
Uno podría escribir largos volúmenes, valorando las diversas dimensiones del poema y, por mucho que escribiera, le quedaría faltando. Porque un poema perfecto es la expresión de lo inefable, de aquello que no es posible expresar con las palabras.
Podríamos mirar sus relaciones con el tiempo, la manera como todo se detiene cada vez que volvemos a habitarlo. Porque un poema perfecto consigue que escapemos de la trampa mortal que es el tiempo y permite que tengamos atisbos de eternidad.
Podemos seguir fascinados la ingravidez, el vuelo, que recorre las líneas del poema. Como si por un instante se hubieran roto las amarras que nos mantienen cautivos de la tierra. Podemos mirar y mirar miles de veces el contrapunto final, el furioso regreso a la tierra para tomar un impulso con avidez de cielo.
Podemos apreciar con devoción conmovida la precisión que requiere cada línea. Las horas y los años de devota artesanía que fueron necesarios para que todo transcurriera sin pensarlo, como por inspiración divina.
Podemos quedarnos un rato en el tono moral del comienzo, en el error inicial que se transformó en acierto sobrenatural. Podemos imaginar, ahora tranquilos, todas las variantes milimétricas que no habrían resultado en el prodigio.
Podemos alejarnos y mirar la sociedad donde surgió el talento enorme del poeta, la redención que millones encontraron en esa prueba asombrosa de que un orden superior envolvía el caos aparente de sus vidas. Podemos saltar decenios y siglos para entender el privilegio de ser contemporáneos del poema, de sentirnos de algún modo sus artífices.
Podemos apreciar todos sus símbolos: la cabeza –la pobre y ciega razón– convertida en sirviente de la luz del corazón… y después el corazón, el fuego de la vida, acogiendo el logos con ternura, adormeciéndolo y diciéndole prepárate, obedece, porque somos instrumentos de toda la creación… y –sin olvidar la danza en la que participa todo el cuerpo– viene después la pierna, el pie que es símbolo del trasegar de la especie, de la esperanza y la búsqueda, del escapar y la guerra, ahora llamado a pronunciarse con la fina sutileza de pintor.
Podemos apreciar también el miedo y la impotencia del defensa, la filigrana en el aire, el esfuerzo digno, extremo y fallido del adversario, el sometimiento del metal que habría podido ser obstáculo y, al final, por fin, la red, ese símbolo sagrado en que quedaron atrapadas como peces nuestras almas.
Tal vez nos tome mucho tiempo llegar a entender lo que vimos y vivimos en las semanas pasadas. Hubo también otros poemas, opacados por el poema perfecto que lo resume todo (las batallas de Ospina, la inteligencia y el poder transformador de José Pekerman, los prodigios endiablados de Cuadrado, la invención del esfuerzo colectivo, el dignidad trasegada de Yepes y Mondragón, el respeto, el esfuerzo de Quintero por demostrar su talento, el alma que le pusieron a todas las jugadas).
Pero lo cierto es que esta dicha incalculable ahora parece un premio justo y merecido, una compensación que nos debían por vivir en un país que ha estado en manos de crueles criminales, como aquellos que hace justo veinte años, matando a Andrés Escobar, intentaron –y casi lo lograron– asesinar nuestros sueños.
Medellín, julio de 2014.
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