Envejecer

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Tendría que existir un manual de instrucciones para afrontar la vejez de las personas que amamos.

Hace poco leí Las gratitudes, una novela pequeñita y muy bella de la francesa Delphine de Vigan. Se me incrustó en el pecho. La he leído varias veces, he repasado las líneas subrayadas, he intentado escribir algo, pero todo ha salido mal. Y esto que escribo ahora también se quedará corto, lo sé.

“Envejecer es aprender a perder”, dice De Vigan. “Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que te merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías”. He visto cómo sucede.

La vida cerca de los ancianos es una bruma espesa. En sus casas el tiempo se suspende y en sus mentes parece retroceder. He visto cómo van perdiéndolo todo poco a poco y sin estruendos: un día el sueño, otro las ganas de caminar, otro el apetito. Pierden la memoria, el sentido de la ubicación, el equilibrio. Se les escapan las palabras. Los he visto muchas veces con la mirada puesta en algún lugar incierto, al lado mío, ausentes.

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Y cuando ellos pierden, perdemos todos. Nos quedamos también nosotros sin palabras. ¿Qué comiste hoy? ¿Cómo dormiste? Se nos agota la conversación, ya no sabemos qué piensan ni qué opinan. Perdemos, a veces, a nuestros interlocutores más queridos. “Siempre acabo hablándole como si fuera una niña y se me rompe el corazón”, dice De Vigan. Esto también lo sé. He visto cómo las conversaciones se quedan vacías.

Tendría que existir un manual de instrucciones para afrontar la vejez de las personas que amamos. Somos tan torpes, nos asusta tanto, que a veces preferimos ausentarnos. No queremos verlos envejecer porque en ellos nos vemos a nosotros mismos. “Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería”, dice uno de los personajes de Las gratitudes. Y luego se pregunta: “¿Fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?”

Mi papá silbaba. Silbaba siempre, todo el tiempo. Se paraba en el jardín con las manos en los bolsillos y silbaba. Recortaba noticias del periódico y silbaba. Miraba por la ventana y silbaba. Sacudía el carro y silbaba. Un día, no supe cuándo, perdió las ganas de silbar.

Cuando me percaté de su silencio no había marcha atrás: habíamos cambiado sus silbidos por la respiración ronca del concentrador de oxígeno. Ese día perdimos también nosotros, quienes lo oíamos silbar.

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