El perro callejero

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Cuatro patas y una cola. Pelaje café. Ese es mi aspecto físico. Nací un jueves en una de las tantas calles de Medellín. Mi mamá, llamada Pola, murió esa noche, porque no fue capaz de soportar más su hambre y miseria de perra callejera.

Por: Norvey Echeverry Orozco

Tuve buena suerte, el viernes siguiente, después del mediodía, una familia, compuesta por Emilio, María y Juan Esteban, decidió adoptarme. Aún recuerdo las palabras de Juan, el niño, cuando me vio por primera vez abandonado en un andén: “¡Papá, mira, mira, es un perrito!”.

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Los frenos chillaron en el asfalto. Aparcaron a un lado. Se bajaron. “Es muy lindo. Mamá, ¿lo podemos llevar a la casa?”. Emilio y María se miraron, pensaron que Juan sería muy feliz con mi compañía. Para lograr su aceptación, comencé a mover la cola. “Bueno, hijo”.

En el camino, mientras iba en el asiento de atrás, empacado en una caja de helados, María le preguntó a Juan cómo me llamaría. “Toño”, respondió él. Tanto María como Emilio se rieron a carcajadas. “No, Juan, ese es un nombre de hombre mayor. Piensa en uno de perro, por ejemplo, tienes para escoger entre Aquiles, Apolo, Ares, Cacique y Chocolate…”, comentó Emilio. A Juan ninguno de los anteriores le gustó. Su mente se iluminó con Bruno. “Papá, ya lo tengo: se llamará Bruno”. Así me pusieron. Estaba feliz, ya tenía nombre.

Cuando cumplí un mes todos me acariciaban, me decían que me querían, que era el mejor perro del mundo; Juan, ante sus amiguitos del colegio, me presentaba y, después de portarme bien, me elogiaba: “Es un perro maravilloso”, decía. Yo, bien alegre que estaba, corría por toda la casa como toro en ruedo. ¿Qué motivos tenía para estar triste?

Era un perro afortunado: no aguantaba el frío ni el sol del mediodía. Tenía cuido y agua en una coca. Por la ventana de la casa, ubicada en uno de los barrios desde donde se podía apreciar gran parte de Medellín, veía pasar varios “mechudos indigentes” –así llamaba Juan a los perros de la calle– con sus costillas y con su sed. Una tarde calurosa –como la mayoría que hacen en la ciudad– Juan decidió coger la pelota que me había comprado María. Con ella jugaba y me divertía. No entendió él que ella era mía, así que, sin pensar un segundo, le clavé mis colmillos en su mano derecha. “¡Mamá!”, gritó y se perdió entre el laberinto de piezas que tenía la casa. Todos, incluyendo a Emilio, que estaba en su oficina, al otro extremo de la ciudad, se fueron con Juan al Hospital General, porque, supuestamente, mis colmillos le podían transmitir una enfermedad de rabia.

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Yo rabia no tenía, a ellos los amaba. Al día siguiente regresaron. Me pusieron el collar y me llevaron a dar un paseo por uno de los parques. “A La Perla no lo podemos llevar. ¿Qué irán a decir ellos, Emilio?”, decía María. Fue cuando comenzaron los rumores. “¿Entonces a dónde lo llevamos, María?”. Creía que “La Perla” era una guardería.

Al cumplir un año, ya había dejado de ser un cachorro. Podía comer del cuido de los perros grandes, que, en palabras de humanos, viene a ser cuando un joven se puede beber un guaro sin pensar que tendrá problemas con la policía o sus papás.

Mis patas habían crecido, al igual que mi cola. Emilio no me prestaba mayor atención, porque se mantenía jugando en el computador. ¡Eso me ponía muy triste! “Lo llevamos en el carro y lo dejamos”, le escuché decir a Emilio.

Los rumores, después de varios meses sin ser mencionados en la casa, habían regresado. ¿Cómo no estar triste? Yo no quería ir a esa guardería de mechudos pulgosos.

Ese día me sacaron en el carro. Me bajaron en medio de una avenida congestionada. Por más que corrí, no pude alcanzar la marcha del carro.

Aunque he intentado buscar el apartamento y sus rostros en cada persona que veo, no he podido coincidir con ninguno. Siempre, como perro, me pregunto, ¿por qué tenía que venir a este mundo, conocer una familia que amaba con toda mi alma de perro, para terminar sufriendo en las calles de esta ciudad desalmada?

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P.S.: rescatemos a los perros callejeros, ellos sienten la ausencia de amor y hogar, como vos y yo.

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