Cuando llega el verano, millones de personas se dirigen a los parques. Es lo más parecido que aquí existe a una peregrinación. Llegan de todos lados, también de otros países, y es un acontecimiento que se recordará por años. La idea principal es que los niños y los jóvenes tengan allí experiencias memorables. Pero la desmesura ha sido concebida para que todo el mundo se divierta sin importar la edad. Criticar sería fácil. En Hispanoamérica solemos criticar lo que sucede en el país del sueño, mientras la vida se nos pasa tratando de imitarlo. Uno podría recordar las palabras que fundaron la nación, esa idealista “búsqueda de la felicidad”, y agregar que con el tiempo han sido reducidas a la “búsqueda de la diversión”. Uno podría ser aguafiestas y decir que quienes mejor la pasan son los bancos que hay detrás de las tarjetas de crédito. Pero al hacerlo se perderían las razones por las cuales todo aquello resulta de verdad excepcional.
Primero están las historias. Hay tantas historias en los parques que uno tiene la sensación de estar bajo los efectos de una droga poderosa: la historia del hombre que dibujó un ratón y así creó un imperio, la historia de los juguetes apegados a su dueño, la historia de la chica que recibió de siete enanos el cariño que no encontraba en otros lados; historias que recorren universos o dimensiones desconocidas, historias y más historias que reivindican sueños poderosos: el sueño de que los esfuerzos encuentran recompensa, el sueño de que obrar bien paga más que obrar mal, el sueño de que en alguna parte de este mundo hay un ser que nos está predestinado.
Las mejores atracciones de los parques son aquellas por las que no se paga. Una de ellas es el simple ser humano. En los parques uno tiene el privilegio de verlo en todas sus formas: recién nacidos, niños despiertos, adolescentes en quienes estallan las hormonas, padres atareados con sus crías, ancianos que observan con nostalgia anticipada. Cuando uno olvida las truculencias de los parques, se sorprende observando esos compuestos minerales con ojos de colores, y formas muy variadas, sudorosos y husmeando.
Pero hay algo todavía más extraño: esos imperios en miniatura que llamamos familias. Rara vez, como en los parques, se tiene la oportunidad de observar muy de cerca millares de familias. La biología tiene su parte. Uno no deja de asombrarse con las variaciones sobre los temas propuestos por la fisionomía de los padres. Pero ese es sólo el comienzo. Al interior de cada familia ocurren historias todavía más complejas que las que se cuentan en los parques. Cada familia tiene sus propias tradiciones y lenguajes; sus leyes y secretos inconfesables. En cada familia hay amor y tiranía, hay cansancio y aquiescencia, hay héroes y villanos, mujeres que suspiran por hombres imposibles y hombrecitos subyugados por brujas malas. La historia de las historias, el drama de las piedras que se multiplican y destruyen, ocurre en abundancia entre las multitudes de los parques, y es difícil no pensar que son ejércitos vencidos de antemano, viviendo en cada gesto una batalla que terminará algún día con la muerte de todos sus soldados. Es por eso que son más admirables que los héroes que presentan en los parques. Orlando, Florida. Julio de 2012.
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Continuidad de los parques
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