Vivimos en una sociedad que premia el ruido. En nuestras ciudades, el bullicio es sinónimo de vida, de energía, de movimiento. Particularmente en Colombia, el ruido es casi una extensión de nuestro temperamento: exaltado, expresivo, afectuoso. Nos cuesta estar en silencio. De hecho, nos incomoda. Por eso hemos aprendido a huirle: con parlantes encendidos desde el primer café del día hasta el último bostezo de la noche, con radios que nos acompañan en los trancones, con noticieros que suenan de fondo como ruido blanco, con música incluso en la ducha. Nos rodeamos de ruido porque, sin darnos cuenta, lo hemos convertido en una cortina que nos protege de nosotros mismos.
Hace unos días, estuve en el Ártico, en un pequeño pueblo finlandés cerca de la frontera con Noruega, Kilpisjärvi. Kilpis, como lo llaman los locales, tiene 114 habitantes. El centro del pueblo mide escasos 900 metros y se compone de dos restaurantes, un mercado y una estación de gasolina. Todo lo demás es paisaje, lagos congelados, montañas cubiertas de nieve y un cielo inmenso que se enciende con auroras boreales cuando cae la noche.
Kilpis no tiene semáforos, ni policía. El hospital más cercano está a 450 kms. y sus habitantes tienen la fuerza mental para soportar temperaturas de hasta -35C la mayor parte del año.
Ahí conocí el verdadero silencio. Fue en medio del lago Saana, mientras aprendíamos a pescar bajo el hielo. Nuestro guía, Jussi, nos pidió guardar silencio. Total. Sin conversaciones, sin susurros. Al principio, el silencio fue solo ausencia de ruido. Luego, se convirtió en una presencia abrumadora. El silencio era tan denso, tan rotundo, que parecía ocupar espacio. Y, entonces, ocurrió algo inesperado: comencé a escuchar los latidos de mi corazón. No como un sonido lejano, sino como un golpe insistente, grave, ineludible. Nunca antes había percibido ese pulso vital con tanta claridad. Sentí, literalmente, que mi cuerpo hablaba.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, esperando que algún pez picara. Pero, esos minutos me permitieron mirar hacia dentro. Me enfrentaron a mis temores, a las preguntas que evado, a los dependientes emocionales que escondo bajo la alfombra del día a día. Comprendí por qué evitamos el silencio: porque es espejo. Porque en él ya no hay pretextos, distracciones ni filtros. Porque el silencio no acaricia: confronta.
Y sin embargo, es en esa confrontación en que ocurre lo esencial. El silencio nos desnuda y nos obliga a reconocernos. Nos enseña humildad. Nos recuerda que somos frágiles. Que no todo se puede controlar. Que hay una parte del alma que solo se habita en quietud.
Hoy, en esta primera columna para VIVIR EN EL POBLADO, quisiera invitarlos a buscar el silencio. No el del spa ni el de clase de yoga, maquillado con música ambiental. Hablo del silencio real. El que incomoda. El que interpela. El que transforma. Tal vez no podamos ir al Ártico, pero podemos apagar el televisor, dejar el celular en otra habitación, caminar solos por un parque sin audífonos, mirar por la ventana sin esperar nada. Gestos sencillos que nos devuelvan la posibilidad de escucharnos de verdad, sin excusas. El silencio es un regalo escaso. Y también un músculo que se entrena. En un mundo que nos grita todo el tiempo, aprender a estar en silencio es casi revolucionario. Como el corazón que late en la inmensidad del lago congelado cubierto de nieve y, por fin, se deja escuchar.