Obras del Museo Ed.377 / Caballo del picadors

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Las obras del Museo de Antioquia… una visita guiada
 
  Caballo del picadors (Ed. 377)
 
 
Por: Carlos Arturo Fernández U., miembro del Grupo de Investigación en Teoría e Historia del Arte en Colombia, de la Universidad de Antioquia. Profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia.
 
La riqueza del mundo del arte contemporáneo, que en muchas de sus vertientes se compromete a fondo con el análisis y discusión de los problemas de la realidad social, política, ecológica, cultural, de género, etc., no puede hacernos olvidar la existencia de grandes obras cuya intención básica se descubre sólo en los terrenos propios del arte. Obras creadas por el gusto de pintar, para desarrollar el potencial de formas y colores y desplegar la sensibilidad y el goce del observador.
En los cuadros de Fernando Botero sobre las corridas de toros se pueden descubrir a veces reflexiones sobre asuntos como la vida y la muerte o la fugacidad y precariedad de la existencia. Pero “Caballo del picador”, de 1986, parece existir sólo par darnos el gusto de mirarlo. En este óleo sobre lienzo, de 172 por 132 centímetros, no pasa nada, e intentar relacionarlo con temas “trascendentales” parece bastante forzado. Vive como una realidad plástica y nos recuerda, de paso, que ese es el terreno peculiar y el lenguaje a través del cual los artistas han formulado su visión de la realidad a lo largo de la historia.
“Caballo del picador” parece un gran volumen que se expande dentro de un espacio esférico. En efecto, sobre un fondo negro y plano, que sólo descubrimos brevemente en la parte superior del cuadro, se recorta el arco gris de la barrera que en este caso no sirve para proteger a unos espectadores que no existen ni tienen espacio. La barrera, con las líneas y quiebres que la refuerzan visualmente, sólo crea un espacio esférico mayor que vemos desde el interior. Y en medio de él se crea la forma del caballo. Todos los detalles y matices de color contribuyen a producir la sensación de que es un volumen que se infla, como si fuera una esfera dentro de la esfera de la plaza. E incluso puede irse más allá porque el contraste de los colores nos lleva a la silla de montar que, a su manera, también se expande. Así, el cuadro parece un juego de muñequitas rusas, una dentro de la otra, pero esta vez miradas de adentro hacia afuera.
El color, por supuesto, es el medio básico que sirve a Botero para realizar la expansión de estos volúmenes. Y aquí, en “Caballo del picador”, el artista parece esforzarse hasta el extremo para lograr el mayor efecto con la mayor simplicidad. Lo que predomina es el equilibrio de grises, azules y blancos, cada uno de los cuales, a su vez, despliega gamas muy ricas que se tiñen sutilmente de colores más cálidos a medida que se aproximan al primer plano. Contra la idea de que los grises oscurecen la pintura, Botero produce una luz suave, traslúcida, como si estas esferas concéntricas fueran globos de un cristal esmerilado que brilla desde el interior.
“Caballo del picador” nos recuerda esa dimensión del arte que, a través de la maestría de sus elementos formales, nos lleva de la mano al goce sensible y a la belleza. No se trata de dar la espalda a la dura realidad cotidiana; pero quizá convendría tener presente que a través de sus formas y colores el arte también puede ayudarnos a redescubrir la alegría de vivir. Y eso es suficientemente trascendental.
 
 
 
 
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