Vivir dos veces

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La vida es pasajera, errática.
Lo que hoy nos parece extraordinario termina perdido entre trivialidades. Si uno no escribe los detalles, con el tiempo llegará a sentirse con las manos vacías.

 

Al principio lo hacía en hojas sueltas –y no he podido resolver ese embrollo de papeles amarillos que me sigue a todos lados. Memo Anjel me sugirió que lo hiciera en cuadernos –y así empecé un registro más o menos exhaustivo de las cosas de la vida. Hace más de treinta años estoy en eso y mi equipaje incluye ahora centenares de cuadernos. Pienso, como Albert Camus, que “escribir es vivir dos veces”.

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Todos, o casi todos, empezamos alguna vez a escribir un diario. Todos, o casi todos, fuimos víctimas de una violación: alguien lo leyó, y divulgó algunos detalles o lo volvió objeto de burlas. Por eso la práctica no está tan difundida. La mayoría de la gente renuncia a tener un espacio de privacidad, de reflexión, de individualidad.

La vida es pasajera, errática, atropellada. Lo que hoy nos parece extraordinario termina perdido en medio de trivialidades. Si uno no escribe los detalles, con el tiempo llegará a sentirse con las manos vacías. Le dará menos valor a la vida que ha tenido. No quedará nada de ese viaje, aquel encuentro, esa emoción que parecía decisiva.

Los estilos varían con la gente y con el tiempo. A veces se escribe con la idea de que el contenido se conozca; entonces se asoman la pose, los retoques, las mentiritas piadosas. En otros casos solo se escribe cuando hay un fuerte impulso; pero el registro es incompleto, parcial, distorsionado. A veces no apreciamos lo que acaba de ocurrirnos. Es más común escribir cuando nos sentimos tristes o confundidos, que cuando estamos contentos. Por eso hay tantos diarios que nos parecen sombríos. Uno llega a sentir que Kafka o Márai nunca soltaron una carcajada. Ahora pienso que lo ideal es escribir todos los días: al meterme en la cama, registro lo vivido y, a veces, me despliego en reflexiones; también, al levantarme, intento rescatar lo que he soñado.

El resultado ha sido un extenso Museo de la vida donde se asoma lo precario, lo banal, lo recurrente, pero también lo sublime. A ese museo le debo la posibilidad de remontarme en el tiempo y saber lo que pensaba o lo que sentía en cualquier momento. Me entristece hablar con amigos para quienes el pasado es un olvido borroso y sin detalles. Algo sustancial nos falta si no nos hacemos dueños de nuestras experiencias.

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Pero no todo son diarios. También he descubierto el placer de las listas: de personas con quienes he tenido encuentros significativos, de objetos, de lugares. Y, por supuesto, son sagrados los balances de fin de año. Por eso dedicaré las próximas semanas a revivir todas las cosas que me pasaron este año.

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