Agosto es mi mes. El mes en que cumplo años y, como suele pasarme cada vez que cambio de cifra de edad, me pongo a pensar. En lo vivido, en lo que quiero, en lo que sin darme cuenta se ha vuelto esencial. Y una de esas cosas, sin duda, son los amigos.
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Cumplir años me encanta. No solo lo disfruto, lo celebro con intención. Y no una sola vez. Tengo una tradición: celebro el número de veces que cumplo años. Si son 42, busco tener 42 celebraciones. Algunas son comidas largas, otras cafés que se extienden, otras más son planes un poco más exóticos como desayunos, karaokes o hachas vikingas. No siempre llego a la meta, pero me gusta usar el cumpleaños como excusa para acercarme a quienes quiero. Para volver a ver a quienes la rutina me ha ido alejando. Para hacer el ejercicio de mirar alrededor y preguntarme: ¿quiénes siguen aquí?, ¿quiénes llegaron nuevos?, ¿quiénes se volvieron indispensables?
Este año, más que nunca, he pensado en eso. En la importancia de los vínculos. De tener gente cerca. De saber que, pase lo que pase, hay alguien con quien hablar. Porque últimamente la salud mental se ha vuelto parte de nuestras conversaciones cotidianas. Y qué bueno que así sea. Estamos entendiendo que no se trata solo de diagnósticos o terapias individuales. Que también tiene que ver con el entorno, con las redes de apoyo, con los espacios donde uno puede ser sin tener que explicarse tanto. Con quién está ahí cuando se necesita.
He llegado a pensar que uno de los factores más importantes para una buena salud mental es rodearse bien. Tener tribu. Saber que hay alguien con quien compartir una risa o una angustia. Sentirse visto. Escuchado. Aceptado. Y para eso no se necesita mucha gente, sino la gente justa.
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En mi caso, Medellín se volvió eso: una red de afectos. Llegué por trabajo, pero me quedé porque aquí encontré algo que no es fácil de describir, pero sí de sentir. Esta ciudad tiene muchas capas, muchas contradicciones, pero también una capacidad enorme de cuidar a los suyos. Aquí la gente se aparece. Aquí no es raro que alguien llegue con sopa, con flores, con una propuesta absurda solo para hacerte reír. Aquí uno se siente acompañado, aunque no lo diga en voz alta.
Yo viví un momento difícil. De esos que sacuden. Y fue entonces cuando entendí de verdad el valor de los amigos. No necesitaron muchas palabras. No intentaron dar consejos. Solo estuvieron. Me acompañaron en silencio. Me recordaron que no estaba sola. Y eso, que parece pequeño, fue enorme.
Por eso me quedo. Por eso celebro aquí. Porque entendí que la vida no se mide solo en proyectos ni en metas alcanzadas, sino en vínculos. En quién está al lado mientras todo eso pasa. En tener amigos diversos, pero cercanos. De esos con los que uno puede ser brillante o torpe, fuerte o frágil, y que igual se quedan.
Medellín me enseñó a rodearme. A tener rituales. A darle lugar al encuentro. Al desayuno de los jueves, a las conversaciones de balcón con patacones, a los amigos que mandan memes solo para alegrar el día, a las amigas que te obligan a salir de la zona de confort, a las que te llevan a masajes, karaokes y trampolines.
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Así que, en este agosto, más que soplar velas, quiero dar gracias. Por los amigos que me han sostenido. Por los que me siguen el ritmo, incluso cuando tambaleo. Por esta ciudad que, con todo lo que implica, sigue siendo un lugar donde es posible cuidarse entre todos.
¿Y si hacemos el ejercicio de mirar alrededor y ver cómo estamos rodeando a los nuestros? ¿Y si no esperamos una fecha especial para preguntar cómo se siente alguien? ¿Y si dejamos de posponer ese encuentro que puede cambiar el día de alguien —o el nuestro— y nos tomamos, por fin, ese tinto?
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