Raíces que salen del clóset

El árbol de la vida crece torcido, mientras muy pocos se dan cuenta de ello. Hasta que una rodilla policial, fornida y cruel como su dueño, se clava en el cuello del ciudadano negro.

Las hay por montones: matemáticas, comestibles, aéreas, acuáticas, trepadoras…
No sólo sostienen y alimentan plantas –que ya es bastante- sino muelas, teorías, ciencias, culturas, creencias…

Pero hay algunas retorcidas, soterradas e invasivas –dañinas como las del Laurel- que lo único que sostienen y alimentan es barbarie.

Son las raíces que vienen horadando a la humanidad de tiempos atrás, aunque parezca que sólo a veces nos enteramos. Como ahora que la pandemia nos reabrió los ojos.
Luego, para no perder la costumbre, se nos volverán a caer los párpados. Por eso la realidad siempre nos atropella.

Una realidad nada poética que se deja ver en situaciones intrascendentes que sólo mortifican egos puntuales y en otras que sí impactan el devenir de las sociedades. Cuando las raíces de estas últimas, salen del clóset, suena la sirena. El peligro es inminente.

(Entre las primeras están, por ejemplo, las del pelo. Lo sé por cabeza propia. Fui una monita gafufa, de niña; una castañita gafufa, de adolescente; y una pelicafecita gafufa en los locos veintes. Desde entonces, tres o cuatro veces al año voy a la peluquería, dos o tres horas cada vez, para que me llenen la coronilla de mechones envueltos en papel de aluminio –el vivo retrato de un coronavirus gafufo- y me hagan iluminaciones. Salgo feliz con lo que veo: una mona nostálgica, adulta y gafufa. Hasta aquí, airosa manejando mi rayón. Pero llegó la cuarentena y todo se cerró. Menos los clósets. Y de un día para otro, ¡horror!, las raíces de mi partido brotaron esplendorosas, ¡color café con leche! ¿En qué maldito cajón estaban agazapados esos pelos blancos que detesto y en qué momento me dio por comprar un espejo de aumento que también detesto? Oh, oh. Una nueva nostalgia para lidiar).

Una realidad nada poética que… ¿O es que lo sucedido en Mineápolis es un caso fortuito? ¿O lo de Puerto Tejada, un hecho aislado? No señores. Esto y aquello, son muestras distantes de lo que da la Tierrita, así con mayúscula. No hay sitio del mapamundi que esté libre de malformaciones en sus raíces. Es la realidad pura y dura. La del diario.

El árbol de la vida crece torcido, mientras muy pocos se dan cuenta de ello. Hasta que de golpe y porrazo una rodilla policial apellidada Chauvin, fornida y cruel como su dueño, se clava en el cuello del ciudadano negro –afrodescendientes somos todos-, George Floyd, por siete minutos y lo asfixia, a pesar de los ruegos del detenido y sin que los tres policías que lo acompañan hagan nada por impedirlo.

Hasta que un bolillo policial cuyo apellido no conocemos, desquiciado y encolerizado como su dueño, se ensaña en la cabeza del joven negro, Anderson Arboleda, a pesar del forcejeo del muchacho para que lo dejen entrar a su casa y de los intentos de la abuela para protegerlo, y sin que el otro policía haga nada para impedirlo.

A los dos los mató, literalmente, el peso de la Ley que los debía proteger.
Qué fuerte.

ETCÉTERA: Muchos de los que vociferan frente a las cámaras, si no hubiera sido por la repercusión mediática -sobre todo en el caso del Norte, hasta para eso somos fans de lo madeinusa antes que de lo madeincolombia-, ¿se hubieran tomado la molestia? Qué va. La indiferencia está en el ADN, en la raíz, del género humano. Y no hay clóset que la resista.

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