Desde el Museo / agosto (quincena 2)

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Publicado en la edición 396, 23 agosto de 2009
 
     
 
 
     
 
Muro abriéndose
 
     
 
Las mejores obras de este arte urbano son las que nacen de descubrir y aprovechar las sugerencias poéticas
y visuales de la ciudad contemporánea
 
     
 
 
     
 
Por Carlos Arturo Fernández U.
 
 
Podría afirmarse que todo el arte occidental, al menos desde finales de la Edad Media es, en sentido estricto, “arte urbano”: alimentadas por las problemáticas y las propuestas más significativas de la ciudad de su propio tiempo, las producciones artísticas resultarían incomprensibles sin la referencia al contexto urbano; más todavía, entendemos que no habrían podido producirse al margen del mismo.
Sin embargo, sin desconocer ese carácter urbano genérico que le da existencia, el arte de las últimas décadas ha buscado ir más lejos e integrarse de manera directa con la vida y el espacio urbanos, escapando de los límites del museo y rompiendo con la idea de los monumentos ciudadanos tradicionales y su ubicación emblemática en parques y plazas. En este sentido, el arte asume un compromiso urbano mucho más estricto y directo que, en realidad, manifiesta su disposición de trabajar por la ciudad y rechaza la idea de que sea la urbe la que se pone a su servicio para destacarlo y reforzar su sentido.
Por eso, las mejores obras de este arte urbano son las que nacen de descubrir y aprovechar las sugerencias poéticas y visuales de la ciudad contemporánea.
Quizá la obra más significativa que se ha producido en Medellín –y tal vez en Colombia– dentro de una concepción urbana así considerada, es el “Muro abriéndose”, de Eduardo Ramírez Villamizar (Pamplona, Norte de Santander, 1923 – Bogotá, 2004), realizada entre 1978 y 1980, en el cruce de la Avenida Oriental con la calle Maracaibo.
En efecto, en el centro de la ciudad, penosamente herido, casi aniquilado por la violenta apertura de la Avenida Oriental, van quedando retazos, múltiples muñones de edificios que tal vez jamás podrán volver a contar con una lógica funcional ni una coherencia estética. Caminando hacia el oriente a lo largo de la estrecha calle Maracaibo, quizá desde los cruces con Junín y Sucre, Ramírez Villamizar descubre que la avenida recién abierta ha producido una culata que, simplemente, cierra el horizonte. La vista choca entonces contra un altísimo muro, sin sentido, que parece hacer imposible el paso, una sensación reforzada por el leve giro hacia la derecha que hace Maracaibo en ese lugar.
Ante la sugerencia nacida de la experiencia urbana, el artista crea una enorme estructura metálica pintada de rojo, de 24 metros de altura, 11 de ancho y un metro de profundidad, que no tiene la finalidad de decorar el muro ciego sino que lo transforma junto con el espacio circundante. Ya no es una culata ciega y muda, sin sentido visual, sino que, en la apertura que se insinúa, establece un diálogo lleno de propuestas para quien abra su mente a otras alternativas.
El aporte de Eduardo Ramírez Villamizar a la historia del arte colombiano, a través de este “Muro abriéndose”, tiene que ver con la conciencia de que la producción artística contemporánea crea su sentido en la valoración profunda de las vivencias urbanas.
 
 
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